El estorbo - un relato de Maria Gabriela Llansol

Mario Grande nos acerca a la gran autora portuguesa con una traducción inédita de un relato suyo. Ybernia publicará Un beso dado más tarde y El juego de la libertad del alma en 2026, ambos también en traducción de Mario.

Fotografía de rostro de Maria Gabriela Llansol

Ybernia publicará por primera vez en castellano, Un beso dado más tarde y El juego de la libertad del alma, de Maria Gabriela Llansol, en traducción de Mario Grande.

Se baja una escalera de tres peldaños y se entra en la división donde se come, centrada por cuatro mesas de tablas libres de la impostura de los cepillos, las ceras y los barnices cuya madera erizada puede desfibrarse, hasta cierto punto porque después se rompe, con las puntas de las uñas. En ambos lados de las mesas hay sendos bancos estrechos, descarnados por tanto de la vitalidad de sus árboles, aunque apenas trabajados por los hombres, esto es, igualmente híbridos. No hay mantel cuando se come o se cena, salvo en Navidad, Pascua o en el cumpleaños de la vieja. Los platos hablaban su lenguaje de grasa y sus bases curvas ya se pegaban a las superficies sin desbastar. Al poner la mesa busca siempre las señales de grasa por consejo de la vieja y también por iniciativa propia, visto que eso constituye para él una especie de juego de encajes.

Barre el suelo y tiene sobre la nuca la pedrada de luz del respiradero. El polvo se dispersa, después se condensa, va acumulando un cuerpo delante de la escoba. Es un sótano anodino, doméstico en apariencia, sin estirpe como todos los sótanos. Un canario verdadero está dentro de una jaula, al lado del ventilador, condenado a su claridad limitada y marginal. Sus trinos gotean por la casa una humedad sonora, presionan uno contra otro a los rebordes de yeso de la abertura y a él le gustaría incluso liberarlo, desembarazarse de sus saltos de percha en percha, tan quebrados, tan frágiles, tan imponderables, que en eso el pájaro se comporta a la manera de una hoja de papel de volumen redondo. Oye los pasos de la vieja y deja de barrer en espera de que ella pase por el pasillo: (“Ay Dios, ay Dios”) para sonreírle, para darle las gracias, para esposarlo al cielo. Se agacha, mete la basura en el recogedor, se queda mirándola -bolas de porquería sedosa, rollos de tamo, restos de flores. La echa en el vertedero, en las tierras, a dos pasos de la casa. Las plantas brotan rasas y distintas, en gran cantidad, de un férreo verde sacrificado. Un niño come un mendrugo, lo cincela a mordiscos, babea los bordes de saliva que la mañana, emborronada de nubes, no abre en revoloteo de colores. Él se lo quita, le hace fiestas en la cabeza, espera a que su llanto cese, le da unos mordiscos y lo mete, devastado, en la concha casi fetal de la mano. Vuelve con el pan debajo del brazo.

En mitad de la calle un vendedor ambulante lanza su arenga de pie sobre un banco que es su pedestal. Se apoya en el techo pardo del automóvil, saca pañuelos vibrantes par el cuello, otros pañuelos, una navaja. Él está ya a la puerta de casa, la cuerda del cable enrollándole en vano la punta de un dedo, la boca abierta hacia el sol repentino de la lámina que en realidad no brilla, por el crepúsculo prematuro. El canario trina, él se acuerda de sí mismo, coge la escoba y baja a hacer las habitaciones. Las habitaciones, como el comedor, no tienen más que un respiradero. Un río de luz seca, de la fuente del huerto, desagua en la cama en cuanto le quita la ropa. Pero no la deshace porque en la casa solo duermen hombres y no se fornica. Quita el polvo, pasa el trapo por la lámpara de quince velas del candelabro falto de pantalla. Lo sacude en el huerto, entre la tristeza de los arriates escasos de plantas -tierra de coágulos de escorias y terrones- sujetos al muro por una hilera de piedras. (Ni un brote de tojo o de cardo). A un lado arraiga un limonero bajo, achatado en la sombra que despliega. Le ciñe el tronco un banco en anillo, allí es donde él se sienta cuando puede, generalmente los domingos, mientras la vieja cena y las voces altas de las radios se mezclan en una lengua que, por fin -¿quién conoce? Entonces prepara los cigarros de la semana con las colillas de los huéspedes, las raspa con la punta de las uñas, les quita el tabaco. El papel de fumar quemado va a engrosar los coágulos de los arriates.

-Ay Dios, ay Dios -dice la vieja.

Él sacude de nuevo el trapo. Esparcidos por la mesa de la cocina, los berros celebran su saludable y acre verde terral.

Entra Rosalía.

-¿Vienes a por el dinero? -pregunta la vieja.

-Sí…

La vieja le da un billete.

-¿Lo has visto?

Él responde:

-Sí…

Rosalía observa el dinero, contenta, como si después no tuviera que pagarlo. Él repara en que los billetes de cincuenta escudos tienen algo de azul, blanco, amarillo-verde, un rostro y centrado arriba un adorno floral.

La vieja echa los berros en la sartén. Lleva tiempo. El fogón exhala un olor hirviente, que se propaga por las habitaciones. Él empieza a quitar cosas. Oye la voz de la vieja:

-¿Nos pagarás?

Y la de Rosalía:

-Sí…

Pone la mesa, vuelve el juego de los encajes por entre los trinos más persistentes del canario. Hacia el mediodía clareó. El sótano resucitó a su máxima luz -una pálida luz nevada.

Hoy hay cinco hombres a comer, incluido el vendedor ambulante. Está sentado con la cuchara en la mano, en espera de la sopa de berros, desprovisto de sus gestos de marioneta. Quita las astillas de madera, se suena, quita las astillas de madera, se suena. Uno, alto, a su lado, dice:

-A veces traías una mujer con una barriga enorme.

-Sí. Pero no iba a tener hijos.

Se ríen. La hembra no se insinúa, se abre en el ambiente a través del recuerdo de Rosalía de rodillas fregando el suelo (porque la vieja cree que eso no es trabajo para un hombre) un día que no terminó el lavado antes del almuerzo. Desde la mesa le veían los chorretones de los pechos, dos hilos de leche, diferenciados de los lamparones del vestido. Y él, que les servía de pie, solo le veía el cabello, de un rubio espeso y desordenado, y seguía sintiendo las manos apoyadas, una a lo largo de la pierna y otra sobre el calor blando de la almohada.

El vendedor ambulante corta cada patata en dos pedazos, colecciona pinchadas para el futuro. Los cubiertos tintinean trinos secos de canario. El sigue con su vaivén: sala-vieja, vieja-sala. El apetito de los demás es casi obsceno (la vieja y él no están sentados a la mesa).

Hace mucho tiempo, cuando fregaba el suelo porque todavía no era un hombre y la vieja estaba fuera, había cenado con doña Sofía. Se traslucían estrellas por las ventanas del balcón, presuponiendo un duro sol hecho añicos. Pero ¿qué comedor era aquel que desprendía la dulzura de un cesto de pan tapado?

Los huéspedes salen. Él come rápidamente, con hambre. Va a la cocina a buscar el resto.

-Está bueno, mm -elogia la vieja.

-Bien bueno -confirma él.

-Trae la jaula.

Después él quita restos de los platos, los lava y hace resurgir, nítidas, las escenas pastoriles de su fondo. La vieja limpia la jaula: las perchas con un trapo húmedo, las rejas con un trapo seco. Cambia el papel de la bandeja, sopla las cáscaras de alpiste, echa agua en el bebedero. La claridad se entolda, el cielo se cubre de neblina. El sótano queda tan triste, tan triste que es una tristeza atractiva. El canario se refugia en un rincón, asustado por la mano inquieta y próxima. La vieja acaba y le habla. Él salta a la percha, gorjea, vibrándole en la garganta el corazón de cada trino. Y a continuación el germinar de la tarde (¿para qué fruto?)

La vieja dice:

-Vas a escribirme una carta.

Él se sienta a la mesa de la cocina, el papel al viés, el tintero delante y el cuerpo extraño de la pluma en la mano. La vieja dicta. Llena la hoja con su letra inicial, grotesca infancia de un puño de adulto. Se vuelve tan extraño como un enano. Escribe “siñor”, “dijáis”, “qon”. Cierra el sobre y sale para echar la carta al buzón.

-De paso trae de por ahí papeles para encender el fogón.

Allí los chiquillos corren en distintas direcciones, levantan en la tarde un revoloteo de brazos y piernas que no vuela. Sube a un cerro. Ve el valle lleno de chozas, de árboles solo con los huesos de los troncos, de verde-castaño-ceniciento. Por medio el trazado de la línea férrea. A lo lejos el río. Mete los papeles en la cesta, la mayoría trozos de periódico, papeles impropios de la tierra, que no los necesita. Atardece. Trabaja encorvado, descubriendo las hierbas, resecamente punzantes, casi rastrojos. El sol se pone. El rojo avasalla al azul y muere en el azul -otro azul.

Los chiquillos juegan a la pelota en la calle. La carta cae en el buzón de correos.

-¿Había papeles?

-Sí.

Escoge arroz. La neblina de humo irrita la impasibilidad de los ojos y la garganta.

A la hora de cenar se reúnen los cinco hombres. Primero llegó el vendedor. Él le ayudó a llevar a la habitación las maletas de cuero estropeado y un montón de cajas atadas con bramante. Casi no hablan. Uno se clava una astilla en el pulgar. Se lo chupa. Es el último en tomar la sopa. El canario no trina, duerme cerca de la reja, en el extremo de una percha, su cuerpo, amarillamente leve, se ha hinchado. ¿Volaría soplado en la palma de la mano, incluso con las alas plegadas?

Acabado el arroz con carne se marchan, menos el vendedor ambulante que pone la maleta mayor encima de una de las mesas. La vieja lo llama. Él cena. Vuelve de la cocina con el trapo de tapar la jaula. El interior de la maleta muestra la suavidad de los plásticos, el olor de los plásticos, los colores de los plásticos. El vendedor los palpa, abre una caja llena de navajas, saca una, pequeña, del bolsillo trasero del pantalón, cincuenta escudos más. Con las lámparas encendidas o en la oscuridad total el sótano se confunde con una planta baja o un primer piso. Él mira. Una luz sobrenatural envuelve el billete y la navaja -el poder, el poder de comprar naranjas de la cesta, el hacer pedazos las colillas con una cuchilla, el poder (para los otros) de Rosalía arrodillada. Por la puerta entran los sonidos de su ciudad-campo, azulados de noche. El billete y la navaja están en la mesa apetecibles como (para él, no) Rosalía.

Descarga el muñón del puño en la nuca del vendedor, que emite un sonido dolorido y breve. El perro de Rosalía se detiene en los peldaños, olisquea amorosamente el suelo. Es un bohemio, malográndose igual que ella, blanco, con un mechón de pelo rojizo y lacio al final del lomo, junto a la cola. Él lo ahuyenta. Coge, entre el cinturón y la camisa, el billete y la navaja. Al inclinarse, el mango le protege el tronco. Sin embargo, insiste, atraído por el imán del cuerpo caído, inmóvil por desmayado o muerto, a los pies de la mesa donde campea la pulpa falsa de los plásticos.

Llega la vieja.

-Mire, mire.

Ella le quita el trapo del brazo, tapa la jaula.

-¿Qué?

Se encuentra con el perro.

-¿Qué?

Vuelve la cabeza al medio de la sala, donde irradia la luz objetiva. Y empieza a lloriquear en cuclillas, a la cabecera del hombre que sangra por las ventanas de la nariz, evocando la boca de un jarro de vino volcado. Pero vive. Balbucea. Pasos puntiagudos de saltos se introducen por el respiradero, después otros, planos e insexuados, de pies descalzos.

-Ve a la cocina, ve -dice la vieja.

Lo cierra con llave. Él apoya la cabeza en la ventana, contempla la luna que desnaturaliza el huerto. Los trozos de papel son luz de luna congelada. El perro de Rosalía se distancia en el sentido del árbol y él lo llama tamborileando con las uñas en el cristal. El perro se aproxima, vuelve sobre sus pasos, busca de nuevo el limonero. La sirena lanza su canto de cigarra imperfecta. Un hombre se ha apoyado en el muro para vigilarlo.

Él se sienta, a esperar enfrente de la chimenea donde se acumulan la vajilla por lavar, cristalizado en su propio sufrimiento. Rosalía resurgirá por medio del agua caliente que reseca los dedos, las escenas pastoriles de los platos.

Abren la puerta.

-Ay Dios, ay Dios. Es una desgracia, una desgracia -llora una lágrima que se frunce en la arruga de su mirada de vieja.

Next
Next

The Letters of Seamus Heaney – A Review