Silba y dame paz

La paz de una melodía silbada en una calle desierta.

Es domingo por la mañana. Puede que haga ya treinta años. Quizá otoño o quizá invierno, con ese sol seco de Madrid que te hace sudar bajo el abrigo. Vamos tal vez a comprar el periódico, tal vez caramelos de eucalipto. No hablamos, nunca lo hacemos. En el aire, el eco del silbido es la presencia entre nosotros. Él silba y yo escucho, a veces preguntándome adónde se encamina la melodía, otras añadiéndole en mi mente las palabras que no hay, que no tenemos. Pero silba, y la paz se mantiene y se refleja en los adoquines yermos. A veces lo miro, veo que se emplea a carrillos llenos, como si quisiera colmar toda la calle, con sus cientos de balcones, de su respiración ya no contenida. Me aferro al buen humor de su existencia. A él, a ambos, nos da tranquilidad su siseo.

Silbar, soltar

Seguramente aprendimos a silbar antes que a hablar. Si así fuera, no es de extrañar que el lenguaje verbal fuera incapaz de transmitir mediante una idea abstracta todo lo que encapsula el silbido, y que por ello, recurriera a la observación de su sonido para representar la salida del aire en forma de canción. No es cuestión de torpeza: parece que a todos los idiomas les ha dado demasiado respeto sustituir esa sinuosidad por letras sin significado. Quizá por eso no es casualidad que el silbido nos llene de sosiego cuando las palabras faltan.   

Presencias

O quizá porque otros ya silbaban antes que nosotros: el trino de los pájaros siempre nos ha dado la seguridad de no estar en peligro. Su canto, incluso cuando es urbano, sigue siendo un bálsamo tranquilizador para la mente. Antes de que despierte el mundo cada día, ellos ya dan aviso de la aurora. Algunos, incluso, nos hacen de luz nocturna con su voz. Pero si su canción desaparece, todos nuestros sentidos se ponen alerta e instintivamente nos preparamos para afrontar la soledad, el miedo o el infortunio.

Es posible que aprendiéramos a silbar imitando a los pájaros. Que al sentir la paz de oírlos, quisiéramos dárnosla a nosotros mismos y a otros en cualquier momento que fuera necesario. Que por eso silbemos, porque el silbido es la presencia, la ausencia de un aterrorizador vacío en nuestro mundo y entre unos y otros.

Y recuerda:……………

En Verano, 1969, Paquito silba en un momento decisivo de su historia personal. Descubre por qué y otras nueve historias sobre la visita del premio Nobel irlandés Seamus Heaney a Madrid.

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